lunes, 27 de septiembre de 2010

El comienzo de una maldición...




Sangre, fuego, gritos y muerte. Desde los dieciséis años, estas cuatro cosas me han perseguido siempre. No importa donde vaya. El dolor me sigue siempre. Es como un perro de caza, como un sabueso que una vez ha olido a su presa no la deja escapar hasta que no la haya cazado. ¿Porqué empezó esto que podría considerarse mi maldición personal? No tengo ni idea. Tampoco me importa mucho. Tal vez os preguntéis mi nombre, o tal vez os sea completamente indiferente. Si os soy sincero, incluso yo he olvidado mi primer nombre. Aunque podría decirse que renuncié a él, más bien. Solo recuerdo el que me fue otorgado cuando "morí". Warden. El Guardián. De qué, os estaréis preguntando. Os lo explicaré, pues esta es mi historia, la historia de mi muerte, de mi resurgimiento, y de mi maldición...

Nací en un pueblo olvidado, perdido en los helados bosques de Frostigstein. Apenas éramos más de cien personas. Una comunidad pequeña pero tranquila. No nos metíamos con nadie, y subsistíamos con lo que la naturaleza y el comercio entre aldeas nos proporcionaba. Mi padre era el herrero del pueblo, y mi madre era la  costurera, lo cual les otorgaba cierta importancia dentro del pueblo y nos permitía a mis padres, a mis tres hermanos, a mi hermana y a mi llevar una vida más o menos cómoda. No es que los demás habitantes de mi pueblo fueran unos desgraciados y nosotros un grupo de "aristócratas", pero sí teníamos una casa algo más grande que la de muchos habitantes del pueblo.

Tal vez por la introducción creáis que yo era un niño prodigio y que a tierna edad ya era un experto forjador, o cosas así. Pero ni mucho menos. La verdad era que quienes destacaban eran mis hermanos, y no yo. Yo era el pequeño junto con mi hermana, aquél al que tenían que enseñárselo todo, el pequeño al que sus hermanos y los demás niños aprecian pero que para ellos no deja de ser el pequeño. En la pandilla éramos en total quince niños. El líder era mi hermano mayor, Valdor. Firme, apuesto, el mayor, adoraba contarnos relatos a los demás. Su don era el de la narración. Era capaz de transportarnos al mundo de las leyendas con sus palabras. Me pasaba horas y horas escuchando embelesado sus historias. Era capaz de transformar la más horrible de las masacres en la más hermosa y gloriosa batalla con tan solo cambiar su tono y modificar unas pocas palabras. 

Mi siguiente hermano se llamaba Ulki. Era el más intrépido y nervioso del grupo, y adoraba las luchas. Muchos chicos del pueblo, antes de haberse hecho amigos de él, habían vuelto a casa con un labio partido o un ojo morado. Siempre nos metía en problemas, pero también era el que conseguía sacarnos de todos los follones. Elocuente y pícaro, siempre conseguía sacarnos una sonrisa cuando se burlaba con su fingida inocencia de los adultos. También le encantaba practicar el combate con armas, y en más de una ocasión yo peleé con él usando palos. Siempre que volvíamos a casa lo hacíamos sonrientes, llenos de morados y alguna que otra herida, y nos ganábamos más de una reprimenda por parte de nuestros padres.

Mi otro hermano, Hafrsfjord, era en cambio todo lo contrario a los demás. Paciente, tranquilo, siempre sereno, era el más culto de los cuatro. También era el heredero del oficio de nuestro padre. Su don era la forja, y lo demostró cuando forjó para los cinco hermanos unos anillos con el símbolo de un dragón rugiendo. Cada anillo tenía un color distinto, y el dragón también tenía distinto aspecto. Aún ahora sonrío con tristeza y nostalgia al ver cuatro de los cinco anillos en mis dedos. Hafrsfjord me enseñó muchas cosas, relacionadas con la vida, la muerte, el honor... Tal vez era al que más respetaba de mis hermanos.

Por último, queda mi hermana, Freija. Es la única que queda viva, o eso tengo entendido. Desde pequeño siempre la apreciaba mucho, ella era quien me curaba las heridas, quien me sacaba siempre una sonrisa aquellos días que me encontraba triste. Dulce, hermosa, alegre, ella daba vida al poblado con su brillante sonrisa, sus pelirrojos cabellos, su esbelta figura y su risa clara y prístina. La quería mucho. De hecho, mi relación con ella, en cuanto fuimos lo suficiente mayores para entenderlo, se tornó incestuosa. Si... Amaba a mi hermana, y mi hermana me amaba a mi, y no era simple amor de hermanos. No me avergüenzo de ello. Nuestro primer beso fue con trece años, cuando empezamos nuestro amor prohibido. Y con quince años, ella y yo ya nos habíamos entregado a la carne. Así fue como empezó mi tormento, mi búsqueda, la condena que inconscientemente me autoinfligí...

-Te amo Freija...-

-Y yo a ti, hermano...-

Dos cuerpos desnudos retozaban en una cueva, envueltos por la piel de un lobo. Una hermosa joven de dieciséis años y su hermano, un fiero y  joven guerrero de su misma edad se entregaban al placer de su ardiente amor. Llevaban tres años en esa incestuosa relación ya, ocultándose de la mirada de sus padres y de las gentes del pueblo, pues sabían que ser descubiertos haría que cayeran en desgracia. Tan solo sus otros hermanos sabían de aquella relación, y ellos guardaban el secreto como si ellos mismos fueran quienes estuvieran cometiendo esa antinatural relación. Para ellos, la felicidad de sus hermanos era más importante que los conceptos de lo natural y antinatural que sus tradiciones les habían enseñado. Aquél era un día como otro cualquiera. La gente del pueblo seguía con su rutinaria vida, mientras los dos hermanos se dedicaban a amarse en secreto, escondidos en una alejada cueva.

Mas el destino no quería que aquél día fuera rutinario. Aquél día, la muerte descendió sobre el poblado, en una forma feroz y despiadada. Sin embargo, Freija y su hermano, ajenos a todo aquello, siguieron en su ensoñación prohibida hasta que un ruido les hizo alarmarse y detener sus apasionados besos, caricias y otros contactos más íntimos. Un grito. Él se alzó, como un lobo al detectar el peligro. Ella soltó un grito ahogado y miraba asustada a su amante. Sus miradas se cruzaron, la preocupación era más que evidente. Rápidamente se pusieron de pie y se vistieron con lo que tenían cerca. Él con sus pantalones de cuero, su faldón, la capa de piel de lobo y el casco que su hermano le había forjado, y ella con prendas ligeras de piel. También cogieron aquello que, por seguridad, debían llevar a todas partes. Su hermano Hafrsfjord se lo había forjado, y Ulki les había enseñado a manejarlo. Él empuñó su gran hacha, mientras ella cogía su arco y su carcaj. Con decisión, y una mirada que no ocultaba un ligero destello de miedo, salieron de la cueva.

Cuando llegaron al pueblo, sus corazones se congelaron en su pecho. Fuego, gritos, muerte... Guerreros. Su pueblo, lo que había sido hasta ahora el centro de sus vidas y posiblemente lo único que habían conocido, estaba en llamas. En la calle, los invasores luchaban contra los aldeanos, quienes desesperados les hacían frente con lo que podían. Sangre y fuego cubrían las calles. Los invasores mataban a todos los aldeanos que se resistían a su fatal destino. Mas era en vano. Los amantes sintieron como en su corazón crecía la ira, como su tristeza se convertía en furia. Ella cargó la primera flecha en su arco, y él corrió, empuñando su hacha con dos manos. El primero en atacar fue él. Dejando caer el hacha lateralmente sobre un invasor sorprendido, lo derribó, partiéndole las costillas y atravesándole media caja torácica. Soltó un fuerte grito de dolor antes de morir, y el amante furioso le contestó con un grito de júbilo. Por su parte, Freija tiró su flecha sobre otro enemigo que se percató de la llegada de los "refuerzos" demasiado tarde. El proyectil se clavó entre ceja y ceja del invasor, que se desplomó muerto al instante.

-¡Hay que ir a casa!-

-¿¡Dónde están padre y madre!? ¿¡Y nuestros hermanos!?-

La furia y la ansiedad se combinaban en los corazones de los dos hermanos. Decidieron ir primero a la herrería, su hogar. Como exhalaciones, cruzaban las calles, en las cuales unos pocos supervivientes luchaban aún contra el invasor. Él apartaba a los enemigos que se le cruzaban a hachazos, y ella mataba con sus letales flechas a todo enemigo que se le pusiera a tiro. Parecían guerreros de leyenda, a pesar de su juventud. Mas su coraje se vio quebrado cuando llegaron a su hogar. Lo que encontraron les dejó sin habla, y casi sin respiración. Su madre estaba desnuda sobre la mesa del comedor, mientras uno de los invasores profanaba su santuario carnal. Lo que acabó de destrozarlos, sin embargo, fue el ver los ojos de su madre. No tenían vida, no se movían. Nada. Estaban muertos, como ella. Fue Freija quien primero reaccionó. Con los ojos bañados en lágrimas, y gesto que, si bien se notaba resuelto, temblaba por el dolor, empuñó su arco, puso una flecha en el carcaj, apuntó, y antes de tirar sobre el enemigo, soltó un grito de dolor y furia. El bárbaro solo pudo girarse sorprendido antes de que la flecha le atravesara el pecho.

Entonces a ella le fallaron las manos. Su arco cayó, y ella cayó con él, quedando de rodillas. Se tapó el rostro con las manos y empezó a llorar. Su hermano y amante se agachó delante suyo, y la abrazó con fuerza, mientras le besaba los rojizos cabellos. Ambos rompieron a llorar. Todo lo que era su vida, su felicidad había sido reducido a cenizas en apenas unos instantes. El único consuelo que les quedaba era su amor, y aún así ambos eran conscientes que tal vez les mataran allí mismo. Tras varios minutos que les parecieron una eternidad, finalmente él se levantó, armándose de valor. Empuñó con una mano su hacha, mientras le tendía la otra a su hermana.

-Tenemos que irnos. Hemos... Perdido mucho tiempo aquí... Será mejor que busquemos a nuestros hermanos y a nuestro padre o a...

-O a sus cadáveres... Vamos... Tenemos que vengar a nuestro pueblo, o morir en el intento.-

Cuando ambos salieron, escucharon algo que les sorprendió. O, mejor dicho, no escucharon nada, y eso les sorprendió. Tan solo el crepitar de las llamas se podía oír. Los cadáveres seguían esparcidos por allí, pero no se veía ni rastro de los atacantes. Se miraron, inquietos. ¿Qué significaba eso? Con los sentidos alerta, vacilando ligeramente por el miedo y el dolor, anduvieron hasta la plaza del pueblo. Fue un error que pagaron muy caro. Nada más llegar allí, lo que vieron acabó de quebrarlos. En medio de la plaza, una pica ensartaba al herrero, el padre de la pareja. Junto a él, el árbol plantado en medio del lugar estaba siniestramente adornado por tres figuras. Sus hermanos. Y alrededor de ellos, cerca de quince guerreros. Todos se giraron hacia Freija y su hermano amante. El que parecía el líder señaló a Freija y dijo, con una voz profunda y grave:

-Coged viva a la chica. Es a quien buscábamos. Haced lo que queráis con el chico.-

Él empuñó con fuerza su hacha y apretó los dientes. Sin embargo su hermana soltó el arco, y dejó que las lágrimas fluyeran por su rostro. Su corazón y su conciencia le dictaban que se sacrificara por su hermano. La buscaban a ella, no a él. ¿Por qué? No lo sabía, pero lo descubriría, o moriría en el intento. Como mínimo le quedaría el consuelo de que su amado trataría de vengarla a ella y a toda su familia. Cogió suavemente la barbilla de su hermano y le dio un amargo beso. Le sonrió y luego, decidida y firme como una reina, miró al líder de los guerreros y le dijo, con la voz libre de miedos:

-Prometedme que, si me entrego voluntariamente, le dejaréis vivir a él, o de lo contrario acabaré con cuantos hagan falta de vosotros.-

Los enemigos rieron, divertidos al ver como la joven se atrevía a plantarles cara. Su hermano la observó con los ojos abiertos, y suplicándole sin dejar de llorar le pidió que se quedara con él. Ella, con la sonrisa más triste jamás vista, negó con la cabeza y le dedicó un último "te quiero". Pero él no podía reaccionar más que llorando. Si, sabía porqué lo hacía, pero él no quería que lo hiciera. Si de él dependiera, lucharía contra todos aquellos guerreros hasta morir para salvar a su hermana. Pero la mirada que ella le había dedicado le dejó claro que no había discusión posible. Se quedó quieto, mientras sus puños se cerraban con fuerza, tanta que se hizo sangrar la palma de la mano. El líder de los invasores miró la escena en silencio, y le dijo con la misma voz de antes a la muchacha:

-Acepto tus condiciones.-

Fue entonces que ella empezó a andar hacia los enemigos. Ella creía que haciendo eso iba a salvar a su amado, y si bien estaba desolada por las pérdidas y por saber que quedaría separada del ser al que más amaba sobre la tierra, le quedaría el consuelo de haberle salvado. Por desgracia para los jóvenes, el enemigo no tenía intención alguna de cumplir su promesa. Cuando ella estuvo delante del líder enemigo, desarmada, los guerreros se abalanzaron sobre su hermano, y antes de que Freija pudiera reaccionar, el líder enemigo la inmovilizó con brazos de acero. Ella empezó a gritar desesperada que respetaran su promesa, debatiéndose para librarse de la implacable presa de su enemigo. El hermano, de mientras, soltó un aullido semejante al de un lobo furioso, y se abalanzó con su hacha hacia delante. ¡Traición! ¿Cómo podían haber roto un pacto? ¿Acaso no conocían el honor? ¿Y se hacían llamar bárbaros?

Un grito, un amplio movimiento con los brazos, y antes de que pudieran reaccionar, dos vikingos vieron como sus cuellos eran seccionados. Otro grito, el hacha se alza y cae sobre un escudo. El escudo se medio rompe, pero el hacha queda atrancada en la madera astillada. Freija observa sin respirar. Parece que su corazón se detiene, que el tiempo se paraliza. Sus ojos se salen de las órbitas por el puro terror que precedió al golpe que la destrozó por dentro. El guerrero cuyo escudo había aprisionado el hacha de su hermano aprovechó el fatal revés, y con un rápido movimiento, le clavó la espada en el corazón. Un grito de dolor físico. Él. Uno aún más intenso, el dolor de un corazón muriendo. Ella. Una mirada cargada con culpabilidad, llena de amargura por el fracaso. Él. Una mirada cargada de dolor, amarada de lágrimas, la mirada de una chica cuya humanidad muere al mismo ritmo que la persona a la que ama. Ella. Un último “te quiero”. Él. Un desgarrador grito de dolor. Ella.

Ardía. Esa maldita espada en el corazón ardía como el infierno. Pero más ardía mi culpabilidad. Le había fallado. Nos habían traicionado, y yo no había sido lo suficientemente fuerte para vencer a los traidores. Freija forcejeaba con la furia y el dolor de una loba a la que le hubieran matado los cachorros, pero era inútil. A los brazos del líder enemigo, se unían los de sus hombres, quienes se alejaban riendo de mi cuerpo desfalleciente. Solo alcancé a decirle en voz alta a Freija que la quería. Ella gritó de dolor. Poco después no pudo gritar de nada más, pues de un golpe uno de los asaltantes la dejó inconsciente. Tras eso, se marcharon. Yo aún no había muerto, pero apenas me quedarían uno o dos minutos. Apoyé las manos en el suelo. Notaba como mi fuerza disminuía al igual que disminuía la sangre que me quedaba. Me puse a llorar. Le había fallado. No la había podido salvar, y ahora quién sabe qué le harían. Solo se me ocurrió una cosa.

Con voz débil, y tosiendo sangre alguna que otra vez, recé en voz alta:

-Dioses, espíritus, demonios… Quien sea… Por favor… No dejéis que yo… Muera… Haré lo que sea necesario… Solo… Otorgadme mi venganza… Y una forma de poderla recuperar… A ella…-

Tras eso, me desplomé, muerto en el frío suelo. Un charco de sangre fue formándose bajo mi cadáver, mientras mi cuerpo iba enfriándose. Mi espíritu empezó a despegarse de mi parte física, pero entonces, escuché unas palabras… Una voz profunda y ancestral que parecía provenir de todos los sitios retronó en mi cabeza…

-Tu plegaria ha sido escuchada, mortal…-